Margarita camina como un ser inanimado, su sombra es más tenue y sus pasos más lentos; Daniela, su hija, no tuvo tiempo de cambiar su uniforme del colegio y, al abrazarla, la ayuda a direccionar su caminar hacia las oficinas del trabajador social. Al llegar, escuchó lo que tanto temía y tanto deseaba escuchar: "su hijo ya viene en camino, Margarita, hoy llega a las 6 y40 en el vuelo de la capital".
Don José mira a través de la ventana hacia el campo donde el ágave permanece silente ante tanta violencia que se monta en el viento de la tarde, sabe que la mirada de su hijo ha cambiado, es más fuerte y profunda. Sabe que con el tiempo las personas no pueden volverse tan malas ni llegar a impregnarse del olor de la muerte con tanta facilidad, "es como el olor de un carnicero, pero se que lo disfruta, él ya no es mi hijo" me decía con su voz apagada y temblorosa. Mientras encendía un cigarillo, Don José miraba la foto de su hijo, un portarretrato plateado que estaba encima de un equipo de sonido digno de una discoteca, aunque el viejo caserío donde vivían, a 30 minutos saliendo de Tamaulipas, no llegaba a cubrir la mitad del costo de uno de los parlantes. Cuando salíamos del lugar, dos camionetas último modelo llegaban a la casa de don José, quien maneja la primera es su hijo. "Estos infelices andan así, como si nada, saben que son los dueños de esta zona, pinches cabrones..." me decía uno de los agentes que nos acompañaba.
Cuando llegamos al aeropuerto "Mariscal Lamar", Margarita y "el compadre", se acercaban temblorosos a la entrada VIP de la salida nacional, "recuerdo cuando me subí al avión la primera vez, se me hizo más difícil porque cuando me fui a los Estados Unidos, me fui por tierra mi señor, sentía como un hueco en la barriga y pensaba que me iba a morir verá..." sollozaba mientras su mano izquierda apretaba un pequeño crucifijo amarillo. "Me toco regresar por el mismo Christian, porque ya no quería estudiar, quería dejar el colegio porque se había jalado el año y quería trabajar, imagínese! yo pobre tuve que trabajar una semana seguida en una casa a cambio del pasaje de avión, solo para ver que le pasaba al guambra majadero". Mientras cuenta su historia, se anuncia la llegada del vuelo 155 procedente de la ciudad de Quito. Los oficiales del aeropuerto nos conducen hacia un parqueadero especial, a un lado de la pista de aterrizaje, de pronto, el vehículo que acarrea las maletas trae un cartón cuidadosamente embalado en plástico, mientras Margarita, llora como un niña, desconsolada, sus gritos son silentes, pero al mismo tiempo rompen los grandes ventanales del aeropuerto; el cielo, agrietado y oscuro empieza a llorar desconsolado junto a la pequeña y joven mujer. Tanto dolor en una vida han hecho que Margarita, que solamente tiene 31 años, parezca una mujer de 50. Al abrir las puertas del parqueadero, Diana, su tía y su abuela están esperando a que la carroza fúnebre salga "nosotros también le vamos a acompañar al Christian, solo eso le pedimos señor"; una carroza fúnebre no es exactamente un transporte para pasajeros vivos, pero ellas decidieron acomodarse alrededor del féretro, que había viajado 16 horas desde el D.F. hasta Cuenca. Su destino final: Llacao.
Son las 9 de la mañana y Don José regresa sus actividades diarias: de la cosecha a la limpieza de maleza, alimentar a los pocos animales que le quedan y mirar cómo el sol sale con ímpetu, clara señal del enagaño diario de un Dios embustero que nos hace creer que "mañana será un nuevo día". Dos camionetas negras y cuatro tipos con camouflages negros y pasamontañas lo esperan en su casa, ahora comprende porqué las imágenes de su pequeño jugando en el valle, corriendo, molestando a las vacas, saltando a su alrededor, las veces que llegaba golpeado de la escuela porque deseaba tener el juguete de su compañero, la pelota de fútbol, el día que se fue al ejército y le prometió una mejor vida a su pobre papá, era una película que siempre se perfiló a tener un final triste, pero la esperanza de que el punto de giro termine en final feliz siempre está presente.
El hijo de Don José había sido parte del grupo que asesinó a 72 migrantes hondureños, cubanos, brasileros y ecuatorianos, el mismo grupo donde Christian se unió pensando encontrar la seguridad y el afecto que estas vías generan en sus viajeros buscando llegar a los Estados Unidos y pagar con esfuerzo el dinero que su Margarita invirtió para regresar a Ecuador. Todos sabían que mientras más grande era el grupo, más difícil sería que los secuestren o los maten. Se equivocaron. Los amenazaron, golpearon a los hombres, los metieron en camiones y los llevaron a una finca en medio de la nada, les ofrecieron salvar sus vidas si aceptaban ser parte de su organización, eran jóvenes, trabajadores, personas con mucha fe. Violaron a las mujeres, los maniataron a todos y los acribillaron sin piedad como prisioneros de guerra, de una guerra que nunca se enteraron, que nunca perderán. Sus cuerpos fueron rociados de gasolina para que no puedan ser reconocidos y se fueron sin decir una sola palabra. Ahora Christian regresa a su pueblo y no puede ver que su promesa se ha cumplido. Antes de partir le dijo a su hermano menor "vas a ver que cuando regrese, todo el pueblo va a estar en las calles, esperando mi llegada..."
Margarita tiembla y su pequeño y siente como su adolorido corazón se rompe en finos hilos al escuchar las palabras de su último hijo: "mamita, yo tampoco voy a estudiar, me voy a ir para Estados Unidos, yo sí voy a llegar y le voy a buscar a mi papá, el me va a ayudar a conseguir trabajo pero yo no me voy a olvidar de usted, le voy a mandar mucha plata para que después se regrese, capaz estando allá mi papá y usted se hacen de a buenas otra vez y nos hacemos una familia de nuevo, eso también quería hacer el Christian". Pero ahora Margarita puede dormir tranquila, ella le pedía todas las noches al Señor de Llacao que le cumpla su milagrito: "devuélveme a mi niño señor, así sea el cuerpito para poder enterrarlo cerca de su madre"...
Don José mira a través de la ventana hacia el campo donde el ágave permanece silente ante tanta violencia que se monta en el viento de la tarde, sabe que la mirada de su hijo ha cambiado, es más fuerte y profunda. Sabe que con el tiempo las personas no pueden volverse tan malas ni llegar a impregnarse del olor de la muerte con tanta facilidad, "es como el olor de un carnicero, pero se que lo disfruta, él ya no es mi hijo" me decía con su voz apagada y temblorosa. Mientras encendía un cigarillo, Don José miraba la foto de su hijo, un portarretrato plateado que estaba encima de un equipo de sonido digno de una discoteca, aunque el viejo caserío donde vivían, a 30 minutos saliendo de Tamaulipas, no llegaba a cubrir la mitad del costo de uno de los parlantes. Cuando salíamos del lugar, dos camionetas último modelo llegaban a la casa de don José, quien maneja la primera es su hijo. "Estos infelices andan así, como si nada, saben que son los dueños de esta zona, pinches cabrones..." me decía uno de los agentes que nos acompañaba.
Cuando llegamos al aeropuerto "Mariscal Lamar", Margarita y "el compadre", se acercaban temblorosos a la entrada VIP de la salida nacional, "recuerdo cuando me subí al avión la primera vez, se me hizo más difícil porque cuando me fui a los Estados Unidos, me fui por tierra mi señor, sentía como un hueco en la barriga y pensaba que me iba a morir verá..." sollozaba mientras su mano izquierda apretaba un pequeño crucifijo amarillo. "Me toco regresar por el mismo Christian, porque ya no quería estudiar, quería dejar el colegio porque se había jalado el año y quería trabajar, imagínese! yo pobre tuve que trabajar una semana seguida en una casa a cambio del pasaje de avión, solo para ver que le pasaba al guambra majadero". Mientras cuenta su historia, se anuncia la llegada del vuelo 155 procedente de la ciudad de Quito. Los oficiales del aeropuerto nos conducen hacia un parqueadero especial, a un lado de la pista de aterrizaje, de pronto, el vehículo que acarrea las maletas trae un cartón cuidadosamente embalado en plástico, mientras Margarita, llora como un niña, desconsolada, sus gritos son silentes, pero al mismo tiempo rompen los grandes ventanales del aeropuerto; el cielo, agrietado y oscuro empieza a llorar desconsolado junto a la pequeña y joven mujer. Tanto dolor en una vida han hecho que Margarita, que solamente tiene 31 años, parezca una mujer de 50. Al abrir las puertas del parqueadero, Diana, su tía y su abuela están esperando a que la carroza fúnebre salga "nosotros también le vamos a acompañar al Christian, solo eso le pedimos señor"; una carroza fúnebre no es exactamente un transporte para pasajeros vivos, pero ellas decidieron acomodarse alrededor del féretro, que había viajado 16 horas desde el D.F. hasta Cuenca. Su destino final: Llacao.
Son las 9 de la mañana y Don José regresa sus actividades diarias: de la cosecha a la limpieza de maleza, alimentar a los pocos animales que le quedan y mirar cómo el sol sale con ímpetu, clara señal del enagaño diario de un Dios embustero que nos hace creer que "mañana será un nuevo día". Dos camionetas negras y cuatro tipos con camouflages negros y pasamontañas lo esperan en su casa, ahora comprende porqué las imágenes de su pequeño jugando en el valle, corriendo, molestando a las vacas, saltando a su alrededor, las veces que llegaba golpeado de la escuela porque deseaba tener el juguete de su compañero, la pelota de fútbol, el día que se fue al ejército y le prometió una mejor vida a su pobre papá, era una película que siempre se perfiló a tener un final triste, pero la esperanza de que el punto de giro termine en final feliz siempre está presente.
El hijo de Don José había sido parte del grupo que asesinó a 72 migrantes hondureños, cubanos, brasileros y ecuatorianos, el mismo grupo donde Christian se unió pensando encontrar la seguridad y el afecto que estas vías generan en sus viajeros buscando llegar a los Estados Unidos y pagar con esfuerzo el dinero que su Margarita invirtió para regresar a Ecuador. Todos sabían que mientras más grande era el grupo, más difícil sería que los secuestren o los maten. Se equivocaron. Los amenazaron, golpearon a los hombres, los metieron en camiones y los llevaron a una finca en medio de la nada, les ofrecieron salvar sus vidas si aceptaban ser parte de su organización, eran jóvenes, trabajadores, personas con mucha fe. Violaron a las mujeres, los maniataron a todos y los acribillaron sin piedad como prisioneros de guerra, de una guerra que nunca se enteraron, que nunca perderán. Sus cuerpos fueron rociados de gasolina para que no puedan ser reconocidos y se fueron sin decir una sola palabra. Ahora Christian regresa a su pueblo y no puede ver que su promesa se ha cumplido. Antes de partir le dijo a su hermano menor "vas a ver que cuando regrese, todo el pueblo va a estar en las calles, esperando mi llegada..."